lunes, 8 de octubre de 2007

miércoles, 26 de septiembre de 2007

Tiempo de canto y de cenizas


(Reflexiones acerca de la poética de Alvaro Urtecho)

Erick Aguirre

Alvaro Urtecho (1951) pertenece a lo que podríamos llamar la “contracorriente poética nicaragüense”, es decir, al grupo minoritario de poetas cuya producción textual ha transcurrido al margen de la más visible tradición poética en la Nicaragua del siglo XX, que ha sido preponderantemente objetivista y coloquialista. Entre sus contemporáneos de la década 70, sólo Erick Blandón (1951), Jorge Eliécer Rothschuh (1953), Santiago Molina (1955) y Juan Chow (1956) se han sustraído, como él, de la tradición llamada localmente "exteriorista", tendiente además al utilitarismo histórico social y que, en la mayoría de los casos, profesa o profesó una actitud orgánicamente crítica ante las distintas manifestaciones de poder político.

Según críticos locales como Julio Valle Castillo, en nombres de poetas como Alejandro Bravo (1953), Fernando Antonio Silva (1954) y el propio Valle Castillo (1952), concluye el ciclo de la poesía “neovanguardista” nicaragüense y “se cierra una forma de hacer poesía, una forma de concebir el oficio poético, una forma de entender el mundo y expresarlo”. Y aunque admite que se puede hacer una poesía “contra el tiempo, contra la vía, contra corriente o al margen”, Valle resiente en la poética de Urtecho la interferencia del filósofo. Acostumbrado su gusto y su temperamento de lector irremediablemente parcial, al coloquialismo y al objetivismo como procedimientos literarios para impulsar o apoyar las transformaciones sociales en Nicaragua, el paladar de Valle percibe con cierta incomodidad un acento clasicista o extemporáneo en la poesía de Urtecho. Sin embargo, reconoce con ánimo lo que considera "grandes aciertos" de “Cantata estupefacta”, su primer libro de poemas, y ha llegado a exaltar la factura poética de “Esplendor de Caín”, el segundo libro de Urtecho.

En tanto, Iván Uriarte, quien hasta ahora se ha ocupado de casi la totalidad de la obra poética publicada por Alvaro, encuentra en ella, diseminada en su extensión, una constante voluntad de autobiografía interior donde el encuentro con la muerte y el viaje como búsqueda de la totalidad cósmica, son las constantes que ontológicamente sitúan al poeta frente a su alteridad, y lo confirman como una de las expresiones líricas más puras de la moderna poesía nicaragüense y centroamericana.

Ante tales circunstancias, más que preguntarnos si la poesía de Urtecho es moderna o no, deberíamos quizás interrogarnos acerca de si, en realidad, lo que termina con los nombres y décadas mencionadas por Valle, es más bien un modo predominante de hacer poesía en Nicaragua; una tendencia al coloquialismo, al realismo o al objetivismo que ha prevalecido de forma opuesta a las casi ignoradas expresiones del subjetivismo, la excentricidad, el simbolismo o hermetismo que también han contribuido cualitativamente a dar forma al corpus poético nicaragüense del siglo XX.

Hay que reconocer que la modernidad no es simplemente un concepto que atañe a lo temporal, sino que se extiende entre dos significados dispares dialécticamente enlazados: por un lado la cambiante actualidad, y por otro el aspecto cualitativo que va adquiriendo nuevos contenidos en relación con la evolución social. Por tanto, la actualidad no es necesariamente moderna. En su tendencia a desmitificar a la tradición partiendo de su propia relatividad histórica y de su parcialidad, la modernidad termina por caer en su misma trampa.

De un tiempo a esta parte -dice Pablo Antonio Cuadra-, la literatura que leemos y la que hacemos, nos viene formulando la angustiante pregunta de si es todavía moderno lo moderno. Entonces, también preguntémonos: ¿estamos viviendo actualmente una etapa significativa entre una era que termina y otra que comienza?, ¿cómo se inscribe en este contexto la poesía de Alvaro Urtecho y la de otros que, también de un tiempo a esta parte, producen una poesía llena de mixturas y confluencias? Citando a Octavio Paz, Cuadra dice que lo que se está dando en este "ahora" en proceso, es algo opuesto a la tradición de la ruptura, y que si los poetas modernos buscaron el principio del cambio, los poetas de la era que comienza buscan el fundamento invariable de los cambios, que a mi modo de ver es el Ser mismo, es decir, el leit motiv poético profundo de Alvaro Urtecho.

Si, como dice Paz, la estética del cambio acentuó el carácter histórico del poema, es justo preguntarnos ahora, también, si una poesía como la de Alvaro Urtecho no estará mostrándonos los signos característicos (confluencia de tiempos, cambio y permanencia, centralidad y misterio de la propia individualidad) de lo que hoy se intenta clasificar como "era postmoderna".

El poeta y crítico argentino Saúl Yurkievich, para quien el reciente debate sobre postmodernidad resulta caduco, reconoce que el ciclo de la modernidad, entendida desde el punto de vista de Octavio Paz, pudo ya haber concluido y es posible que se encuentre en un vacilante intermedio o en su postrera transición hacia algo nuevo. Para Yurkievich, la modernidad atañe sobre todo al sujeto que la experimenta, está demasiado contaminada de subjetividad; desde el punto de vista histórico sólo es explicable relativamente. Sin embargo, como intratiempo, como intrincamiento de temporalidades inscritas en el sujeto que la transcribe, resulta mucho menos relativa. Y es precisamente en esa representación del acontecer vivencial del sujeto, en el sincretismo estilístico, en el intento de individuar la obra, de acentuar lo personal y lo imaginativo, de recuperar rasgos pasados e ilustres; de retroceder, rescatar, reponer, recomponer, donde la poesía de Alvaro Urtecho reivindica la libertad postmoderna imbuida de subjetividad.

Con su “Cantata estupefacta”, Urtecho quizás haya demostrado ser, entre lo poetas modernos de Nicaragua, el mejor dotado para el poema de largo aliento. Además de sus profundas significaciones ontológicas, la Cantata demuestra la suficiente destreza por parte de su autor, como para reconocer a quien ha descubierto las leyes que rigen la construcción de un gran poema; su desarrollo cromático, espacial y temporal en donde el poema se desplaza, se agota y se termina; su sistema de vida interior, su dinámica propia que lo hace bajar y detenerse, avanzar y ascender inadvertidamente, en constante progresión hasta precipitarse al clímax. Urtecho supo medir desde el comienzo la capacidad de crecimiento del texto y los límites de sus proporciones; y acabó por construir un poema destinado a trascender, un poema cuyo concepto clave es la muerte, la muerte como destino, la muerte en un sentido místico, panteísta; la muerte como un acto de amor cósmico que contribuye a la reintegración de la materia en un nivel más alto, trascendente, originario.

El sustrato de su mecanismo de composición radica en un juego de oposiciones que permanece en busca de fusión o interacción con el "otro". Un juego de encuentros, desencuentros e interpelaciones con la propia alteridad. Búsqueda e interrogación sistemática del "otro" y con el "otro", que es él mismo, y con quien sostiene una constante y dramática lucha por la recuperación imposible de un mundo perdido; un mundo asumido y evocado interiormente como auténtico y pleno, pero anterior y pasado; destruido, perdido en lontananza, y cuyos caminos parece ir husmeando el poeta con demasiada dificultad. Un juego de espejos en el que, durante el intento de fusión de la alteridad, el otro y el mismo se reflejan hasta el infinito; se construyen y se deconstruyen en un universo imaginario donde el poeta es demiurgo, dueño y señor de todos los poderes.

Exaltación lírica intermitente, enunciados extraños, aparentemente excéntricos o sin sentido que se transforman, para el lector prevenido, en postulados filosóficos y místicos; procedimientos emotivos y retóricos; segmentaciones oracionales, construcción fragmentaria de frases significantes y recurrentes; nóminas insólitas, exclamaciones, exhortaciones, interrogaciones, afirmaciones, negaciones, reiteraciones, paralelismos, combinaciones oximóricas, asidua mezcla de orgullo y melancolía, de contentamientos transitorios y constante desesperanza; todo al final se convierte en el detonante imaginario con que el poeta inunda de una luz interior, opacada por las sombras, su constante especulación metafísica.

Si bien con frecuencia su poesía (por cierto estilo, por cierto gesto retórico, por cierta tendencia a la interiorización y a la nostalgia) parece comunicarse e incluso identificarse lejanamente, con el espíritu romántico de la poesía pre moderna; poco a poco nos damos cuenta, leyéndolo en perspectiva, de que este producto macerado y lleno de claroscuros que es su obra poética, contiene una propuesta moderna; deviene del tormento existencial de un hombre cercado por la decadencia moral de la ultra modernidad, es decir, de la decadencia finisecular de nuestra contemporaneidad; de un mundo que atisba la aurora de un nuevo milenio desprovisto de sus más esenciales valores; ante lo cual el poeta no puede oponer más que su antigua vocación de soledad, su amargo y desesperanzado pesimismo.

Desde la Cantata hasta la mayoría de los libros suyos posteriores (“Esplendor de Caín”, “Cuaderno de la provincia”, “Auras del milenio” y “Tierra sin tiempo”), la actividad poética de Urtecho parece consistir en la búsqueda de definiciones identitarias profundas, existenciales; se basa en la interrogación constante de los fantasmas del pasado, en el desentierro persistente y obsesivo, aunque interminable, repetitivo y angustiante (como en el de un sueño), de la propia infancia. Pero la infancia recuperada como instrumento de identificación de sus propias raíces, como una forma utópica de reconstruir el ideal de plenitud. La preocupación del poeta se centra fundamentalmente en el intento de una interpretación más vasta de su condición de ser humano, en la búsqueda de esa zona sagrada, utópica, que pueda servirle de refugio en un mundo atenaceado por la decadencia y que lo llena de pesimismo. La búsqueda de un tiempo y un espacio en donde encontrar el valor, el sentido de una existencia amenazada, huraña, pero siempre noble.

La significación de los seres y objetos entrevistos, descubiertos, señalados y descritos (bóvedas, calaveras, esperpentos, comerciantes del vacío, remolino de presencias; esa resolución de cosas oscuras en música; esa sátira cruel de la civilización contemporánea que disfraza con dificultad su verdadera preocupación metafísica), se revela precisamente en el intento por desentrañar el mundo oculto del pasado en medio de los espejismos de la decadencia; en la búsqueda del destino individual cuya vigencia será sólo refrendada con la plena identificación del origen, de los orígenes.

Y en efecto, Urtecho se aleja deliberadamente de la Historia (con mayúsculas) y se dedica a aprehender los instrumentos que en medio del caos histórico encuentra para identificar la procedencia del dolor, la inexplicable sensación de soledad a que la madurez y la conciencia conducen. Urtecho intenta revivir la experiencia de su propio pasado para encontrarle un sentido. Pero no se trata de la experiencia solitaria de una simple vida aislada de la historia, sino la de múltiples generaciones, la del micro pasado familiar y provincial llenos de tanto significado; lascas de existencia que el tiempo destruye y que el mismo tiempo conserva.

Urtecho rechaza los moldes tradicionales del conocimiento (esos moldes que falsifican lo esencial y se renuevan a cada instante, en cada época), huye de la "conciencia despierta" y se sumerge en un mundo circular lleno de claroscuros; busca un estado ilusorio entre la vigilia y el sueño para que nada se interponga entre él y el verdadero rostro de la muerte. Y en el camino hurga, se detiene, revisa y desenmascara; hace una sombría valoración de todo lo que ha sido y lo que somos, para emerger siempre en la búsqueda de un tiempo en donde las cenizas puedan elevarse y volver a cantar.

Octubre, 2000.

viernes, 21 de septiembre de 2007

Las trascendencias de Ricardo Morales

“Busco la luz, lo lumínico, porque amo la sombra”: esta expresión podría ser lo esencial de las declaraciones de Ricardo Morales (nacido en 1950, y hoy en plena y madura producción ) en torno a su intenso quehacer artístico. Cierto: en su hermenéutica creadora, llena de desgarramiento y lucha permanente con la materia y lo matérico propiamente dicho, se ha propuesto develar y revelar la chispa, la hoguera, la luz que surge solo después de un largo trato con las sombras. Su vocación decidida por el tenebrismo lo ha llevado últimamente a una exploración más profunda y rotunda de lo abstracto, aunque su pintura no se corresponda exactamente con ese concepto, debido a sus reminiscencias clásicas , a cierto sentido de la composición constructivista y a la atmósfera surreal de su anterior pintura, ya señalada por Franz Galich, en un escrito de 1998: “Su pintura crea y recrea esa otra realidad que solo puede ser captada por el ojo ciclópeo , que ha visto más allá de lo que es el ojo. Percepción suprarreal. Pariente del surrealismo , sin llegar a serlo, pues se sigue sirviendo del bagaje naturalista y académico”.
De una etapa que podríamos llamar figurativa o más bien, neofigurativa , poblada de ángeles (eróticos, dantescos, esplendorosos, adheridos a la luz arrancada, a base de cuchillo y espátula , a la materia),desnudos espectrales en procesión que no saben de donde vienen ni a donde van, rostros pugnando por su definición espiritual, objetos , frutas en mutación, Morales , desde hace algunos años está experimentando en el abstraccionismo, sin ser reductible a éste, pues su mundo oculto, su realidad interior, no cabe en la frialdad mental de la abstracción. Demasiado apasionado, demasiado ensimismado en las obsesiones interiores del alma humana para ser un abstracto puro. Demasiado inclinado para dentro.
En estas trascendencias , Morales, asistido por su dominio técnico de la veladura y el frottage, prescinde de la figura real , de la figura estética y estetizante que va del Renacimiento al Naturalismo y al Neoclasicismo. Prescinde incluso de la figura humana, porque cree que el hombre es el principal responsable de la actual destrucción de la tierra. Su sentido de la culpabilidad introduce esa ausencia, ese vacío de lo humano que es sustituido por un universo reptante , un universo sofocante y oscuro (acuchillado, sí, por ráfagas, ventanillas, culebras o culebrillas de luz). Un universo esencialmente terráqueo, antes o después del hombre, poblado por seres larvarios o mutantes arrastrándose sobre la superficie de la tierra o sobre indefinidas y sórdidas estructuras metálicas: insectos enormes sin forma definida con aberturas siniestras (celdas, celdillas, rejas, hendiduras, muñones que luchan por surgir para iniciar la vida), pegajosos moluscos, babosas, caracoles cuya circularidad lenta y reptante es como el reflejo de un universo en expansión, animales de pesadas pesadillas en mutación fagocitante, vísceras fetales, masas amorfas en donde la técnica de la veladura insinúa a veces un rostro, un ojo que intenta ver. Asombran, inquietan estas contundentes estructuras internas de Morales, encendidas por unos admirables rojos cadmios que contrastan con la proliferación del ocre y otras tonalidades oscuras , ademas del tratamiento crispado del acrílico sobre la tela y sus diversas veladuras. Un mundo a duras penas movedizo que no acaba de brindar sus claves: corazas, celdas, insinuaciones de torres almenadas.
Ricardo Morales, en estos últimos cuadros , se inspira en el fenómeno del recalentamiento de la Tierra. Una realidad ya observada por científicos y videntes que podría hacer desaparecer toda forma de vida. De ahí el carácter plutónico de su visión pictórica, su espíritu verticalmente infernal, porque él parte de una auscultación de lo que hay , de lo que crepita y tiembla bajo las capas de la superficie terrestre. Una pintura, pues, imantadora, atemporal, más allá de la contingencia humana e histórica, atenta más a las edades geológicas de la Tierra y sus paisajes desolados, llenos de fisuras y erupciones, que a las corrientes refrescantes del agua y el aire.

Bienvenidos a mi Blog



Espero que el lector disfrute de este blog cultural. Sean bienvenidos.

Otto Aguilar: El cuerpo fragmentado




En un artículo escrito sobre Héctor Avellán, hablaba yo de “transexualización o de mundo transexualizado” al referirme a las ilustraciones de Otto Aguilar a un libro de ese poeta. En efecto, hay en este joven artista nicaragüense, residente actualmente en Berkeley, una auténtica mística del sexo, como la de un D.H. Lawrence en la creación literaria. No una mística nebulosa, celestial, de ultratumba o de trasmundo. No, no una mística para beatos o para la contemplación. Aguilar, artista duro, artista audaz e infatigablemente experimentador, exige del espectador una mirada activa,sin censura, cómplice, un involucramiento en las búsqueda y propuestas del cuadro .

Utilizando diversas técnicas de la plástica moderna, y asistido por una notable fuerza conceptual, demuestra un gusto especial por las composiciones formales, tal como lo ha señalado Luis Morales Alonso en su nota a la exposición de su serie de planchas, celebrada en julio de 2005 en la Galería Añil. Estamos frente a un artista que sabe bien lo que quiere y está dotado de la voluntad de estilo para hacerlo. Un artista que, pese a su escasa edad, va quemando etapas, desde el punto de vista estilístico y compositivo, pero que siempre está poniendo la llaga en donde la puso por primera vez: en el misterio del cuerpo siempre tocado pero intocado. Como diría Novalis, ese filósofo que concebía la poesía como lo Real Absoluto: “Tocar un cuerpo es tocar el cielo...”. Buscar siempre el cuerpo y no lograrlo, quedarse siempre en la inasibilidad del Ser.

Como todo explorador sin límites de la figura y del objeto sexual , Aguilar se concentra en el fragmento, en el fragmento o los fragmentos del desnudo, sobre todo el masculino. La visión del fragmento funciona como una metáfora de la deshumanización, de la desolación y de la soledad del ser humano. Tiene ilustres precedentes su arte: Bacon, por ejemplo, y sus cuerpos desollados vistos como en una carnicería.

Hay una especie de culto al músculo que nada tiene que ver, pese a las masas carnales, con el canon estético occidental de ascendencia grecolatina. Se trata del cuerpo caído de la teología luciferina. Cuerpo de extremidades indefinidas que no conecta con nadie , como sí lo hace Miguel Angel en su mural de la Capilla Sixtina, sino con la ausencia, la ausencia del rostro, la ausencia de los ojos, la ausencia del habla. ¿A quién o a quiénes abrazan esos cuerpos? ¿A sí mismos, a su fantasma? Cuerpos de corredores sin cabeza, con las extremidades superiores sostenidas por gasas. Cuerpos unidos como por un torniquete. Cuerpos a veces girando en franjas o cintillos de movimiento ascendente.

Además , cultiva también una pintura más tenue y más tierna como “Pasión en rojo”, en donde en un ámbito de claroscuro y de sombras una pareja desnuda se besa, iluminando el pintor las partes sexuales. “Bailarina en su ocaso”, cuadro expuesto en la Galería de Hugo Palma Ibarra en Diciembre de 2004, caracterizado por una estructura volumétrica. Una mujer de traje rosado azulenco contemplando el horizonte. Figuras-llamaradas elaboradas a base de franjas ondeantes verdes, rosadas, sepias.

Asimismo, siguiendo su diversidad estilística, logra unos impresionantes desnudos arlequinescos de una gran sobriedad, reflejando las sombras del temor, la culpa, el dolor y el ensueño en los rostros.

Las planchas de Otto Aguilar (que él denomina “Planchas de la Inquisición”) conforman un conjunto de unidad temática y de estilo que es, evidentemente, de lo mejor que tiene dentro de su trabajo artístico denunciador y disidente. La plancha, ese instrumento para alisar la ropa, ha sido escogido por Aguilar para acentuar la imagen de la tortura generalizada en nuestro tiempo incierto. La superficie de la plancha, instrumento también de quemazón del cuerpo humano , le sirve para representar los brazos y pies descalzos de la marginalidad postmoderna, los roces y hendiduras eróticas de la carne, vista a veces a través de los bordes del deseo, en su maceración o en sus posiciones fetales. Un universo cerrado. El desnudo sin alcanzar su definición ni mucho menos su plenitud. Refractario a toda estética del desnudo clásico, Aguilar ubica su arte en los infiernos reales e imaginarios contemporáneos para encontrar lo Nuevo.